domingo, 9 de agosto de 2015

De personajes tibios y demás



Nacieron para ser benditos y crecen para bendecir. Son chiquitines chispeantes, de cuerpos frágiles y mirada cándida. Cuando alguien les sonríe les alzan sus bracitos como agradeciéndole al sol. ¿Qué le amarga a la vida para imponerles plegarias dramatizadas por hombres enajenados por poder y venganza?

Pero estas criaturas tibias no saben de odio, entonces no lo entienden. Por eso se van a esconder como si hasta las flores fuesen sus enemigas. Quieren jugar pero no pueden, sus manitas están frías. Quieren bailar pero tienen los piececillos atados. Y querrán correr, saltar, cantar pero no podrán porque el miedo que los refugia es más fuerte que ellos.
Entonces se desesperan y gritan: ¡Papá! ¿Papá? ¡Mamá! ¿Mamá?
Y cuando una lagrimita sale sus mejillas pensarán que tal vez se los han podido llevar los otros. Es aquí donde no necesitan instrucciones para no llorar.
De pronto llega un momento en el que la tragedia tiene un punto rígido de partida y empieza a caer porque si no vale la alegría ¿Por qué debería valer la pena? Entonces ellos lo saben y miran sus manitas, saben que ya no son las de un pequeñuelo. Son manos grandes, sabias y valientes. Se las llevan a la cara y limpian todas sus lágrimas. Renuncian al escondite y salen renovados, como si el tiempo de estar refugiados los hubiese vuelto diferentes, no en tamaño ni en aspecto, pero se sienten diferentes. Y ya no hay peligro, entonces sonríen. Y bailan y cantan: ¡Abedul, abedul, llegó azul, llegó azul!
Y saben que todo ha terminado y no están solos. Su soledad y valentía están con ellos. Y optarán por la alegría, que siempre es mejor.

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